Una noche, Antonio, el joven escultor, miraba desde su ventana la Ciudad de México que se desplegaba sobre su pequeña mesa y llenaba sus ojos; con la mirada algo perdida Antonio reconoce las calles que utiliza para ir al taller cada día, la parada del bus, la tiendita y ese enorme muro pálido de la escuela primaria.
Por un momento, en un instante lento, no importan las miradas, el muro se mantiene pleno.
Pleno de signos, por un momento el mundo y tu persona, la huella que eres del muro que te mira y se mira refleja un algo indecible, quizá su propio vacío que busca llenarse inútilmente, y sin embargo, el muro desborda y no puede más que ofrecer.
¿Cómo es que a veces las cosas nos parecen mas desbordantes de significado?
¿Qué es lo que opera en nuestra cabeza para que, de pronto, lleguemos a un instante de certeza última?
Lo llamamos inspiración, pero tanto el poeta que enfrenta la hoja con la cabeza tan vacía como esta, como aquel que la trabaja de ante mano son lo mismo. En ningún caso el poeta es puramente pasivo, incluso el borrarse requiere un pre-meditación; pero por otro lado, tampoco exige para si mismo las palabras, sino que las sirve:
Hacer poesía es hacer tregua con aquello que el hombre persigue, condena, mutila, vuelve verdadero astro inmutable, y, sin darse cuenta, deja que lo gobierne, porque no podía ser de otra forma.
La poesía es, por ende, inherentemente revolucionaria, inherentemente política; siempre y cuando continúe asombrándose con ese enrome muro pálido.